Cuando Colón llegó a las costas caribeñas, nunca se imaginó el chanchullo (lío en dominicano) que se armaría cuando se enfrentó a la fastidiosa tarea de empezar a nombrar las cosas del «nuevo mundo.» Con el español en plena etapa de esplendor, pronunciado por el mismo Nebrija como lengua amiga del imperio, los colonizadores empezaban a notar que lo complicado no era la utilización de la recién consolidada lengua castellana, sino el definir con exactitud los referentes. Contraproducente fue el tratar de utilizar entradas léxicas preexistentes en el castellano para designar los descubrimientos del «nuevo mundo,» pues un jaguar no es un león como tampoco una nagua es falda. Aquel tollo lingüístico del cual se percataron rápidamente los conquistadores, obligaron a los mismos a abandonar el oficio de utilizar el castellano para definir las cosas taínas, y empezar a incorporar algunos indigenismos al castellano a modo llamar al pan pan y al vino vino. Así pues, triunfa canoa como la primera acepción indígena en el diccionario de Nebrija escrito en 1495, marcando un hito en la lexicografía española. Asímismo, el empleo de otros indigenismos de la entonces Hispaniola como huracán y hamaca han trascendido más allá del castellano,  aunque con algunas adaptaciones morfológicas como hurricane y hammock en inglés, ouragan y hamac en francés y hurrikan y hängematte en alemán. A pesar de que esto nos enorgullece, pues los vestigios de la cultura taína han quedado plasmados en otras lenguas para la posteridad, lamento informarles que aun nos quedamos con la curiosidad de saber qué son verdaderamente los limoncillos, pues limones pequeños no son.