Entre los temas que se plantean dentro de la discusiones sobre el argot dominicano, encontramos cuestiones sobre la multiplicidad de nuestros saludos y despedidas. Más allá de lo común y estandarizado como es el hola, los buenos días, el adiós, entre otros, el dominicano se ha hecho experto en innovaciones concernientes al arte de la salutación. Dentro de nuestra variedad, encontramos un sinfín de formas que ejemplifican la cortesía del dominicano al saludar y despedirse como «¿Y que?», «¿Y entonce?», «¿ Y tú», «¡Oh muchacho!» iOh mi hermano!», «¡Mi pana!», «¡Monta», «¡Dame dato!», «¿Dimeavé?», «¿Qué lo qué?» «¡Kelokenton!», «¡Cuéntamelo todo!», «¿Quepasopa?», «¡Ta to!», «Se me cuida.» «Se le quiere de gratis.» etc.
Ahora bien, existe una forma de despedirse peculiar del dominicano que, a pesar de ser percibida como socialmente poco aceptable, en mi opinión adorna y agrega majestusidad antiquísima a nuestro dialecto. Este es el caso del vocablo abur.
Esta forma de despedirnos viene del vasquismo medieval agur, y tiene sus raíces en el ítem léxico latín augurĭum. Antes de transplantarse al español, augurĭum pasa por una serie procesos lingüísticos como el apócope y síncopa que suprime sonidos tanto finales como interiores a la palabra. Al cambiarse el fonema velar /g/ por el bilabial /b/ y fusionarse el diptongo inicial en una sola vocal, el resultado es abur o abul que desafortunadamente, por causa del rechazo social hacia el arcaísmo dominicano, está cayendo en desuso.
Si nos enfocamos en el significado augurĭum que se deriva de augur, aquel que interpretra de la voluntad divina, no nos ha de sorprender que para el dominicano, abur es el saludo el mal agüero, pues dícese que fue lo que dijo el Diablo por no decir adiós.